Cuando navegaba en mi navío, mi único temor era no poder dominar
la mar rizada; exaltada y mostrándome un coraje insolente. Pero su color me
tranquilizaba. Porque el mar era dulcemente azul, aunque no fuera siempre marino.
Se mostraba en varias tonalidades, hasta las más oscuras, pero siempre bañado
en placentero azul. Ahora el mar también es azabache. Y esa negrura me da más
miedo que cualquier atronadora tempestad. Porque es una oscuridad que emerge del
silencio. Que callada asusta porque en ella solo algunos oyen el gemido casi
imperceptible.
No hace muchos años unos brazos lejanos dejaban su sudor y
era este carburante humano y no otro el que puso en marcha el engranaje del
viejo continente. Hoy es el carburante, el más tenebroso en sus tonalidades y
matices, el que envuelve y ahoga a unas cabecitas, y de cuyas frentes no
resbalarán nunca gotas porque el engranaje se ha oxidado. Alguien estira el
brazo, pero se resbala su cuerpo. Se desploma, pesado, hacia un fondo marino;
no más negro que la superficie, no más negro que los corazones.
¡Cuánto temo navegar ahora!: La mar está demasiado en calma.
“[…] se ha hundido así, sin un grito, con aquellos ojos que
me miraban…”