(Sugiero leer el post mientras se escuchan las canciones "Delincuencia" y "Nuestra alegre juventud" de
La Polla Records, compuestas en 1984, cuando algunos de
nosotros/as eramos jóvenes... y ¡mira por dónde!)
En mis largos viajes surcando los mares lejos de Itaca, he
intentado no sucumbir ante el seductor canto de las sirenas. Cuando mi barca se
ha acercado a las costas del país de la Pandereta, cariñosamente renombrado por
mí como Panderetilandia, he podido constatar una realidad musical singular.
Allí parece que los perros tocan la flauta mientras que el elegido como director
de orquesta da la sensación de tocar el arpa mientras el país se quema, si no
metafóricamente, sí en los corazones de sus habitantes, que arden de cólera. El
resultado no es una pieza armónica, sino un obra de teatro musical hecha de
petachos donde, desgraciadamente, a muchos (ya casi a cerca de 5 millones de
personas) les toca bailar con la más fea.
Lo peor de todo es que nadie disfruta con esta pieza de arte
musical, ni los compositores, ni los directores de la banda, ni los músicos, y
mucho menos el público que pasivamente (o algunos más activamente) se
encuentran en el mismo escenario. Desde que en noviembre de 2011 nuestros
actuales máximos mandatarios recogieran el testigo aupados por los coros
inocentes de los niños de San Ildefonso (perdón, quería decir por los votantes),
se han tomado una serie de medidas políticas, económicas y judiciales para
intentar aplacar la crisis. Si la seriedad de la crisis en la que estamos
inmersos es preocupante per se, no lo es menos el cariz de las mencionadas
medidas. Mi humilde percepción de lego es que, habida cuenta de cuál era el programa
electoral del partido que ganó las elecciones y el cual a la postre ostenta
actualmente el poder, tales medidas responden más a un acto de superstición
tipo danza de la lluvia en épocas de sequía. No veo al menos a un experto que
cuidadosamente interpreta una pieza que domina a la percepción, sino mucha
improvisación de alguien que toca de oído. Y eso preocupa: y mucho.
De fondo se oye un murmullo que es lo suficientemente alto
como para que lo oigan los intérpretes de la melodía, quienes se encuentran subidos
en el escenario ahora mismo; otra cosa es que quieran oírlo o no. El murmullo
se convierte en música: los canes sacan sus flautas y tocan con rabia y fuerza su canción llena de frescura.
Son muchos, más de los que el director de la orquesta quiere reconocer, aunque
menos que los niños cantores de San Ildefonso que eligieron al director, lo
cual no implica que su cantos flautines deban ser ignorados por ello. El mayor
problema de la tonadilla canina es que, aunque con viveza y fuelle, los sonidos
mueren estériles porque falta algo que les dé la sensación de armonía y un
final apoteósico a la obra.
Pero además de los canes, están sus primos los gatos,
quienes también maullaron y nos deleitaron con su parte del musical el pasado
29 de marzo. Aunque las afinadas voces eran mayoritarias en el coro, la atención
mayoritaria se centró en los maullidos discordes de algún felino, las cuales
ocuparon portadas y se constituyeron en la excusa perfecta para modificar una
ley que tilde de terrorista incluso a quien se oponga de forma pacífica en sus
manifestaciones.
Y siendo esta la pieza musical imperante, yo al tiempo que
encallo mi barquito diminuto y frágil en el país de la Pandereta, cantando el
miedo espanto (sólo de momento, lo confieso…). Lo que más me sorprende es que
no se machaque en Eurovisión con tanta cultura musical. En el fútbol sí, ahí
sí. Ahí todos cantarán a una, como Fuenteovejuna para apoyar a “la Roja”. Aunque
al fin y al cabo, al igual que sucede con la música, esto del balompié es otro
espectáculo que aplaca los ánimos y calma las fieras. Así que cuando retome de
nuevo mi viaje y me aleje de Panderetilandia, espero no oír en la lejanía, como
entre susurros, una tonadilla desesperanzadora: “Que se vaya el país al garete,
pero que no pare la música. Show must go on!”
Si tu percepción es de Lego, supongo que estará fragmentada, como las piezas de ese juego, un montón de ladrillos con los que formar algo. Creo que, entre todos, hemos construido una estructura enorme e inestable, y ahora nos toca asistir al su derrumbe. Deberíamos saber ya que es un ciclo inevitable y necesario. Recogeremos las piezas y nuestro ego maltrecho, y construiremos un edificio nuevo, que acabará cayendo con el tiempo. El inmenso mar que cruza Ulises, en cambio, ni se altera ni se conmueve, porque nunca ha construido nada, ni aspira a ser estable; por eso perdura.
ReplyDeleteNo hay patria a la que regresar, y el viajero nunca será tan feliz como cuando se deja arrastrar por las corrientes.
Sí, me temo que la mía está fragmentada, como la de cualquier otro lego o menos lego. Este es un país donde se han amontonado ladrillos muy deprisa, sin pensar en cómo sería el edificio final (y sobre qué débiles cimientos se sustentaba. Creo que es una triste metáfora de cómo se construye la realidad y las posibles soluciones al cubo de Rubik que es esta situación económica crítica. Si los arquitectos no trabajan en colaboración con los capataces de obra y éstos con los obreros que amontonan los ladrillos, difícilmente podemos contar una historia compartida, no ya para entender cómo hemos llegado a este punto (que ya nos va quedando claro a muchos), sino para pensar cómo salimos de aquí, que es el quid de la cuestión ahora. Pero es que creo que al arquitecto se le han olvidado los planos en casa, y ya todos tienen que improvisar...
DeleteQue no hay patria a la que regresar creo que es algo de lo que Ulises ya se ha dado cuenta hace un tiempillo...
Gracias por tu comentario! :-)