Hijo, estudia. Ya verás. Lo conseguirás todo. Cuando esto
suceda, te podrás comprar una gran casa a las afueras y en el patio podrás
construir una piscina enorme. Y en ella los delfines saltarán de un lado a
otro, haciendo piruetas para tu diversión. A cuál más alta, a cuál más grácil.
Hijo, no te distraigas. Cuando seas un abogado reputado, las
damas refinadas se pondrán en fila para desposarse contigo. Irás al hipódromo y
las pamelas chocarán coquetas cuchicheando a tu paso. Ocultarán parcialmente
unas sonrisas construidas solo para ti.
Hijo, no te entretengas con cualquier cosa. Cuando estés más
arriba que nadie, todos requerirán tus favores y se mostrarán complacientes,
sumisos. Tus zapatos no dejarán de brillar; esos cachitos de sol se
distinguirán por su destello inconfundible.
Hijo, aplícate sin descanso en el estudio. Cuando tengas el
poder, nadie te impedirá decir y hacer tonterías. Irrumpirás en el escenario de
una ópera y graznarás como cuervo jamás lo haya hecho antes. Y el
auditorio lleno de ojos abiertos romperá en emocionados aplausos.
Madre, ya he estudiado. Me he aplicado, sin distracción ni entretenimiento,
pero lo que he aprendido es que no me interesa esa vida.
Madre, ayer me emocioné observando a un anciano hacer una
mueca y pretendiendo que no lo hacía para evitar el reflejo directo del sol,
sino porque me había sonreído deliberadamente.
Madre, ayer gocé del momento en que apagaba el televisor y
el silencio inundaba el salón.
Madre, ayer disfruté viendo a un joven ofreciéndose para
llevarle la pesada compra a un hombre de encorvada espalda.
Madre, ayer sentí un placer inigualable comiendo en un
restaurante y manteniendo una conversación con alguien cuyas palabras acariciaban
mis oídos.
Madre, ayer me arrebató la visión de una familia compartiendo
de forma natural su comida con su vecina desempleada.
Madre, ayer fui feliz. Gracias por tu consejo. Estudiar me
ha ayudado a saberlo.