Wednesday, April 18, 2012

¡Que no me voy a correr una juerga de fin de semana, vecino!

Son tiempos estos que corren (mejor, se arrastran cual reptil) en los que el paquete de leguminosas granuladas que el común de los mortales aspira a llevarse a la boca no lo venden en la tienda del barrio, sino que hay que ir a Alemania o a Finlandia a buscarlo. Ante tal circunstancia, nada me resulta más hilarante, pero por lo patético del asunto, que escuchar a los vecinos del barrio despotricar contra quienes se van a buscar el necesario producto al único sitio donde se lo proporcionan, cuando parecen sugerir que lo suyo sería quedarse esperando hasta que el tendero pudiera por fin abastecernos de nuevo. Por supuesto. Lo contrario sería un acto de felonía imperdonable. O expresiones refiriéndose a las ratas que abandonan el barco cuando está a punto de hundirse. ¿Y por qué las supuestas ratas deberían anhelar acabar en el fondo marino cuando tienen oportunidad de sobrevivir? ¿Hay alguna promesa de paraíso de huríes roedoras que me he perdido allá donde se encuentran las llaves (matarile, rile, rile...)?

Quien aborda el asunto del exilio obligado por cuestiones laborales como una traición a la patria, indudablemente sostiene la versión equivocada del relato. Maticemos. Cuando uno va a pasar el verano a Londres a aprender un poco de inglés y conoce gente mientras se bebe unas pintas con las libras ganadas sirviendo mesas, haciendo camas o cuidando críos/as, se lo puede pasar bien y tener cosas que contar a la cuadrilla a la vuelta. Cuando uno se va a pasar 12 días en julio a la Selva Negra, a Berlín o París, ve muchos museos, monumentos, parques, exposiciones, come en restaurantes y bebe jarras de cerveza, también se lo puede llegar a pasar bien y tener cosas que contar a los compañeros de trabajo a la vuelta (en la mayoría de los casos desbordando una excitación y entusiasmo exagerado, pero bueno). Pero cuando uno ya no tiene 22 años, sino diez más, y cuando el billete de avión/tren que compra no es de ida y vuelta, es de obligado cumplimiento desgranar la situación y buscar bien en el pajar para poder encontrar atisbos del concepto de diversión.

La cuestión básica es que en esos mundos paralelos que uno se monta al viajar de “churiguay” (léase, para un ratito), hay un contacto con la realidad local similar al de aquel límite de funciones, es decir tendente a cero. Hasta que uno no rebasa los lindes imaginarios del cogollo de la zona protegida de turista, es decir, esa parte de la ciudad en la que ya no vemos cada 5 minutos a alguien sujetando un mapa entre sus manos; no se pincha hueso: no llega a la verdadera city. Esa destacable zona que hay en todo enclave turístico donde no nos paramos a ver cada dos por tres un monumento señalado con un numerito en rojo en el mapa. Esa zona donde no hay amables dueños de restaurantes y bares que se esfuerzan notablemente en entender nuestro ininteligible inglés, francés o alemán. Esa zona por la que no pasa el autobús de sightseeing, sino un urbano cuyo conductor no nos entiende ni tiene humor para hacerlo. En definitiva, esa zona de la ciudad que no gira alrededor nuestro cual satélite del planeta yo-estoy-de-visita.

Con un ligero ejercicio de imaginación, espero que no sea mucho pedir para algunos, es fácil recrear esta escena. Ir por la mañana a trabajar y pasar allí unas cuantas horas; parar para comer algo que sabe a… bueno, a lo que sea que sepa (mejor no preguntemos a qué); irse corriendo a las clases de alemán, finés o sueco para ver si te enteras cada vez un poco más de lo que te dicen; llegar a casa reventado después de tener todos los sentidos activados para entender cómo funcionan las cosas en general; prepararte la cena mientras ves fútbol en la tele porque lo de correr detrás de un balón parece ser un idioma universal y es lo único que pillas todavía en ese endiablado idioma. Obsérvese que he omitido deliberadamente el proceso de encontrar un piso de alquiler y la firma de su contrato, así como otras cuestiones burocráticas de registro como residente en la ciudad/país de acogida. Y no por nada especial; sólo por no hacer más tedioso este ejercicio de imaginación que supondría a algunos. Bien, esta historia puede continuar al cabo de cuatro meses, cuando llega una visita para pasar unos días de vacaciones en tu nueva ciudad y te pregunta: ¿dónde puedo ir para pasármelo bien, hacer compras, conocer gente maja, tomar una cervecita en un sitio cool y conseguir entradas de fútbol del equipo local? Entonces, como única respuesta aparece un encogimiento de hombros y una reflexión desconcertante asomada desde el interior: “Anda, pues ahora que lo dices, no lo sé. Es que todavía no he tenido tiempo de pasármelo bien.”

2 comments:

  1. Yo no viajo ni para trabajar, soy perezoso lidiando con aeropuertos y lenguas extrañas, pero te entiendo a la perfección. Y procuro preparar a mi hijo, que ya empieza a ser un consumado viajero, para que no crea que el trabajo va a llamar a su puerta y no tema tener que ir a buscarlo a otro país. Y más ahora que hemos creado esa cosa que llamamos CEE.
    ¡Las cervecitas y los partidos siempre acaban cayendo, cuando uno tiene plata en los tamangos!

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    1. Uno se hace perezoso cuando sabe que se puede manejar con los recursos y habilidades que tiene para seguir ganando sus alubias. Me temo que a los que vienen detrás no les dará tiempo a convertirse en perezosos. Está muy bien que prepares a tu hijo para que coja el toro por los cuernos cuando llegue el momento, si llega, y decide que su futuro laboral está más allá de las fronteras de la tierra que le vio nacer y crecer. Y con el tiempo, cuando le visites ya habrá ahorrado para invitarte a unas cervecitas o lo que se precie.

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